18 de octubre de 2007

El gran mar

Abandonamos La Paz una mañana bien temprano, cuando la ciudad apenas se desperezaba, el momento ideal para despedirse con calma de cualquier lugar. Destino: el lago Titicaca. Llegados a un cierto punto del camino, hicieron bajar del autocar a todos los pasajeros y nos obligaron a subir a unas barcas. Yo pensé que había llegado ese momento de secuestro que uno se ha imaginado alguna vez antes de pisar Latinoamérica. Nada que ver. Se ve que es el trámite habitual que hay que cumplir para llegar a Copacabana. Al llegar, después de un trayecto de 3 horas y media, recorrido irrisorio para lo que estamos acostumbrados, Copacabana nos pareció algo así como un pueblo de costa turístico, más parecido a Cadaqués que a Lloret, todo hay que decirlo, pero no el sitio adecuado para pasar los pocos días que nos quedaban en Bolivia según nuestro calendario. Así que nada más pisar el pueblo zarpamos en barca a la Isla del Sol y, ahí sí, sentimos navegar sobre el Titicaca.

Bueno, bueno…Lo del lago Titicaca no tiene nombre. Aposentado a 3820 metros, con 230 km de largo y 97 km de ancho, resulta difícil asimilar que es “sólo” un lago. Parece un mar en toda regla. ¿Quién dice que Bolivia no tiene mar? Le falta alguna ola, pero ya nos gustaría a los mediterráneos disfrutar de agua tan cristalina como esa.


Al llegar a la Isla del Sol, varios niños te abordan con el reclamo de guiarte hasta un hotel. Cada día deben llegar a la isla decenas de turistas con necesidad de hospedaje, así que los chicos tienen su papel aprendido. Niños que medían menos de metro y medio se ofrecían a llevarme la mochila de 20 kilos que cargaba. “¡Están locos!”, pensaba. No lo comprobé, pero después de un día allí supe que cualquiera de ellos habría subido más rápida y ágilmente que yo la pendiente de escaleras que tienes que superar hasta llegar al primer pueblo. Por suerte el hostal que nos había recomendado un tripulante de la embarcación era de los primeros que encontrabas en el ascenso. Ahí empecé a morir lentamente, pero todavía no lo sabía.


El paisaje desde la Isla del Sol es increíble. La misma isla, sin apenas vegetación pero muy verde, es un lugar precioso, donde reina únicamente la calma. No es de extrañar que ya desde antes de la cultura inca, la gente relacionase este lugar con acontecimientos místicos. Los collas o aymaras creían que tanto el mismo sol, como Viracocha, su rey blanco y barbudo, habían salido de las profundidades del lago. Los incas, por su parte, veían en el lago Titicaca el origen de su civilización y el lugar de nacimiento de los primeros reyes incas, Manco Capac y su hermana y mujer Mama Ocllo, que aparecieron por orden del propio sol.

Se dice que los primeros habitantes de la Isla del Sol eran los Titi Khar’ka, de quienes toma su nombre el lago. Hoy, la gente que vive en la Isla del Sol es tranquila, como su entorno. Hablan sobretodo aymara, pero también saben hablar castellano, aunque lo cierto es que apenas se oye hablar a la gente, el silencio lo inunda todo, sólo cortado por algún rebuzno cansado.

Fue una lástima que empezase a sentirme mal. Sólo pudimos ver un amanecer en la Isla del Sol. En vista de mis dificultades para hacer cualquier tipo de esfuerzo, deshicimos la pendiente, ahora más agradecida, y tomamos una embarcación de regreso a Copacabana. Antes, Oriol se zambulló en el lago y se quedó más contento que unas pascuas. En el momento se sintió tan afortunado que pensó en hacerse un camiseta donde pusiese “Me he bañado en el lago Titicaca”. Yo pensaba en lo que pondría la mía, “Otro día más sin ducharme, al menos me he lavado la cara, en el Titicaca”.