30 de octubre de 2007

Déjame que te cuente, limeño

Y en Lima no se puede decir que no aprovechásemos el tiempo. Sobretodo nos dedicamos a conocer la ciudad en su versión nocturna (logramos compensar la falta de excesos del resto del mes en sólo dos noches en la ciudad). Nos encontramos con locales y gente que podrían encajar perfectamente en Barcelona o en Londres. Una realidad a años luz de aquella que acabábamos de dejar atrás, pero igualmente agradable, aunque más familiar. ¡Sobretodo eso, familiar! De repente nos encontramos formando parte de la que ya era una numerosísima familia, la de Kike. Costó un poco memorizar los nombres de todos ellos, pero después de compartir un partido de futbol animando a la selección peruana ante el televisor, habíamos pasado a tener sangre rojiblanca como su bandera. Tal vez por eso nos trataron como reyes. ¡Qué más daba entonces que no nos acordásemos de sus nombres!


En Lima vi el Océano Pacífico por primera vez en mi vida y hasta conseguimos ver el sol. Toda una hazaña (aunque casual), porque el cielo limeño se pasa todo el invierno encapotado. Comimos todos los platos típicos que nos pasaron por delante: el ceviche, el ají de gallina, la leche de tigre, las papas a la huancaína... ¡Recórcholis! ¡Qué bien se come en Perú! Nos fuimos, sí, pero con el mejor sabor de boca.