26 de agosto de 2007

Un mes en Tarija

Hoy hace ya un mes que estoy en Tarija. ¡Ha pasado rapidísimo! Dos meses acá es super poco tiempo y más teniendo en cuenta los tempos, lentos y pausados, que toman las actividades aquí. Pero estoy contenta de estar aquí, aunque sea por sólo dos meses. Escoger venir como voluntaria me ha permitido entrar en la parte productiva de la sociedad y no sólo en la consumista, que es donde te quedas generalmente cuando viajas.

Aún así mi imagen de Tarija es todavía vaga, llena de contradicciones e imágenes muy diversas entre sí. Por un lado está el centro de la ciudad, con sus comercios y sus mercados; calles asfaltadas con nombres de aristócrata, de doctor o de honorable militar, que dejan al descubierto los apellidos aún hoy ilustres e influyentes de la ciudad; niños de papá subidos en 4x4 de vidrios ahumados escuchando música y pavoneándose. En contraposición, el polvo de las calles ni siquera empedradas de los barrios tarijeños, donde vive la inmigración proviniente del norte o del centro del país; las mujeres de pollera (la falda de la vestimenta tradicional típica de la zona occidental y de los valles de Bolivia, que implantaron los jesuítas en su cruzada por cristianizar a los pueblos originarios) cargando a sus hijos a la espalda en aguayo, vendiendo empanadas salteñas en cualquier esquina; niños de 12 años trabajando de albañiles; niñas de 9 vendiendo chocolatinas; perros y más perros sueltos en la calle. En Tarija hay de todo, eso no se puede negar. Tiene hasta varios supermercados, donde puedes encontrar gel de ducha líquido, algo muy inusual (no es que no se duchen; la gente utiliza pastillas de jabón). Es increíble poder volver a comprar en negocios particulares en vez de en las cadenas de supermercados que inundan Barcelona. Aunque algunos acá sueñen con tener un Carrefour.

Yo vivo entre esos dos mundos. Como "gringa" me puedo permitir comer en el restaurante más selecto, donde afuera se aparcan los 4x4 de vidrios ahumados, aunque luego vuelva a dormir al extrarradio de la ciudad, con los perros merodeadores y las casas de ladrillo sin pintar. Al principio pensé en cambiarme de barrio, pero una vez acostumbrada he decidido quedarme donde estoy. Creo que es necesario no perder de vista ninguna de las dos realidades.

Me costó llegar hasta Tarija, pero estoy muy contenta de haber recalado aquí primero, antes de adentrarme en Bolivia. La ciudad es tranquila y te permite descubrirla poco a poco y sin sobresaltos, algo que tal vez no hubiese sido posible en otro lugar del país, donde la tensión social y política del momento es más intensa.