19 de octubre de 2007

Ojalá

El Lago Titicaca separa las fronteras de Bolivia y Perú. Había llegado el momento de seguir nuestro camino e ir al encuentro de nuestro amigo Kike, en Lima. Antes de eso, queríamos hacer un par de paradas para conocer algo del Perú y la primera de ellas era Cuzco o Cusco, como lo escriben los peruanos.


Al traspasar la frontera me embargó una profunda tristeza y me heché a llorar. No estaba preparada para abandonar Bolivia, ese país que me ha mostrado tanto. Al pasar el control fronterizo el policía boliviano me despidió con un rutinario “hasta luego”. Yo les respondí: “¡hasta pronto!”.


Ojalá.

18 de octubre de 2007

El gran mar

Abandonamos La Paz una mañana bien temprano, cuando la ciudad apenas se desperezaba, el momento ideal para despedirse con calma de cualquier lugar. Destino: el lago Titicaca. Llegados a un cierto punto del camino, hicieron bajar del autocar a todos los pasajeros y nos obligaron a subir a unas barcas. Yo pensé que había llegado ese momento de secuestro que uno se ha imaginado alguna vez antes de pisar Latinoamérica. Nada que ver. Se ve que es el trámite habitual que hay que cumplir para llegar a Copacabana. Al llegar, después de un trayecto de 3 horas y media, recorrido irrisorio para lo que estamos acostumbrados, Copacabana nos pareció algo así como un pueblo de costa turístico, más parecido a Cadaqués que a Lloret, todo hay que decirlo, pero no el sitio adecuado para pasar los pocos días que nos quedaban en Bolivia según nuestro calendario. Así que nada más pisar el pueblo zarpamos en barca a la Isla del Sol y, ahí sí, sentimos navegar sobre el Titicaca.

Bueno, bueno…Lo del lago Titicaca no tiene nombre. Aposentado a 3820 metros, con 230 km de largo y 97 km de ancho, resulta difícil asimilar que es “sólo” un lago. Parece un mar en toda regla. ¿Quién dice que Bolivia no tiene mar? Le falta alguna ola, pero ya nos gustaría a los mediterráneos disfrutar de agua tan cristalina como esa.


Al llegar a la Isla del Sol, varios niños te abordan con el reclamo de guiarte hasta un hotel. Cada día deben llegar a la isla decenas de turistas con necesidad de hospedaje, así que los chicos tienen su papel aprendido. Niños que medían menos de metro y medio se ofrecían a llevarme la mochila de 20 kilos que cargaba. “¡Están locos!”, pensaba. No lo comprobé, pero después de un día allí supe que cualquiera de ellos habría subido más rápida y ágilmente que yo la pendiente de escaleras que tienes que superar hasta llegar al primer pueblo. Por suerte el hostal que nos había recomendado un tripulante de la embarcación era de los primeros que encontrabas en el ascenso. Ahí empecé a morir lentamente, pero todavía no lo sabía.


El paisaje desde la Isla del Sol es increíble. La misma isla, sin apenas vegetación pero muy verde, es un lugar precioso, donde reina únicamente la calma. No es de extrañar que ya desde antes de la cultura inca, la gente relacionase este lugar con acontecimientos místicos. Los collas o aymaras creían que tanto el mismo sol, como Viracocha, su rey blanco y barbudo, habían salido de las profundidades del lago. Los incas, por su parte, veían en el lago Titicaca el origen de su civilización y el lugar de nacimiento de los primeros reyes incas, Manco Capac y su hermana y mujer Mama Ocllo, que aparecieron por orden del propio sol.

Se dice que los primeros habitantes de la Isla del Sol eran los Titi Khar’ka, de quienes toma su nombre el lago. Hoy, la gente que vive en la Isla del Sol es tranquila, como su entorno. Hablan sobretodo aymara, pero también saben hablar castellano, aunque lo cierto es que apenas se oye hablar a la gente, el silencio lo inunda todo, sólo cortado por algún rebuzno cansado.

Fue una lástima que empezase a sentirme mal. Sólo pudimos ver un amanecer en la Isla del Sol. En vista de mis dificultades para hacer cualquier tipo de esfuerzo, deshicimos la pendiente, ahora más agradecida, y tomamos una embarcación de regreso a Copacabana. Antes, Oriol se zambulló en el lago y se quedó más contento que unas pascuas. En el momento se sintió tan afortunado que pensó en hacerse un camiseta donde pusiese “Me he bañado en el lago Titicaca”. Yo pensaba en lo que pondría la mía, “Otro día más sin ducharme, al menos me he lavado la cara, en el Titicaca”.

17 de octubre de 2007

La otra capital

El lugar donde está situada la ciudad de La Paz es como una olla. Algunos dicen que debido a esa forma las energías no fluyen en La Paz. Yo sólo noté que costaba mucho respirar y el cansancio me alcanzaba antes de lo habitual.

Al revés de lo que sucede en muchos lugares, el centro histórico se encuentra en la zona más baja de la ciudad, en la base de la olla, a 3660 metros, y a partir de ahí crece hacia las alturas, o mejor dicho, hacia El Alto, una ciudad satélite donde vive la mayor parte de la inmigración rural, en este caso aymara, que llega a La Paz en busca de trabajo. Oriol y yo nos alojamos en un hostal situado en un término medio: a mitad de camino entre la parte alta y la baja, a mitad de camino de una calle empinadísima (riánse ustedes de la calle Praga) y a mitad de camino del ascensor del edificio, el primer ascensor que veía en Bolivia. Muchas otras cosas vimos en Nuestra Señora de La Paz por primera en en este país. A pesar de lo caótico de la ciudad, La Paz tiene de todo lo que estamos acostumbrados a ver en una ciudad. Éste es el centro del poder económico, ejecutivo y legislativo del país.

De todo lo que vi, hubo dos cosas que me impactaron especialmente de la ciudad. Una fue ver a las cholitas (nombre que reciben las mujeres indígenas que visten el traje tradicional) vestidas de punta en blanco, con mantilla bordada y unos sombreros altísimos que parecen sombreros de copa redondeados. Muchas iban a buscar a sus hijos al colegio, algo que era impensable entre las mujeres chapaquitas de Tarija que yo había visto. Así vestidas y teniendo tiempo para recoger a sus hijos de la escuela (que iban vestidos a la moda infantil paceña) pensé que aquellas mujeres además de no trabajar tenían amplios recursos. Eran algo así como la burguesía indígena de La Paz, lo que para mí eran dos términos separados por un abismo hasta ese momento. Mi otro impacto fue ver a los limpiabotas tapándose la cara con un pasamontañas. Según nos contaron, estos chicos o señores suelen ser universitarios o profesionales que no quieren ser reconocidos en la calle como limpiabotas porque a menudo mantienen en secreto el origen de sus ingresos a su propia familia y amigos. Ver a uno de ellos es una imagen que golpea. Os lo aseguro.

Conocer a alguien autóctono es muy difícil cuando te detienes por unos días en cualquier ciudad. De las pocas personas que se cruzaron en muestro camino en La Paz recuerdo con especial ternura a una cholita que nos atendió en la oficina de correos. Fuimos a enviar un paquete lleno de artículos que no pudimos evitar comprar y de los que queríamos deshacernos con premura para no aumentar el peso de nuestras mochilas, en vistas del ascenso al MaccuPicchu que teníamos planeado hacer. La señora tenía un oficio imposible de ser planteado en el Correos español: cosía a mano los embalajes de los paquetes a enviar para evitar que fuesen abiertos por el camino. Utilizaba una especie de lona azul y blanca como embalaje y una cuerdita blanca como hilo, además de una aguja gigante. Más allá de su ocupación, que ya nos pareció sumamente curiosa, la mujer era una fuente de sabiduría popular y ternura al mismo tiempo. Nos contó que había convencido al marido de su hija para que se quedasen en Bolivia en vez de viajar a España para probar suerte allí. Tenía claro que un viaje como ese significaría perderse los unos a los otros, pues, decía ella, las relaciones no son iguales en la distancia, el cariño se enfría y se acaba perdiendo con el tiempo. Me alegró compartir con ella mi vieja teoría de que el amor hacia la familia no es infinito, no es imperturbable, cambia y puede llegar a desvanecerse si no se abona adecuadamente. Después de despedirnos, fuimos a pagar el importe del envío y oímos a una mujer que decía “No, no hay nadie en la sala de embalajes. Está sólo la cholita”. Yo me conformo de sobras sólo con la cholita.

¡Por cierto! En la oficina nos informaron de que esas cajas verdes ecológicas que vende Correos España son un timo, porque se abren con una facilidad pasmosa si se mojan, que debe ser algo habitual, y los paquetes acaban llegando con 2 o 3 kilos menos de los que salieron. Para que lo tengáis en cuenta. Por el contrario el paquete que enviamos desde La Paz llegó con toda la carga y, para mi sorpresa, ¡con total puntualidad!.

Desde aquí lanzo una reivindicación: ¡reutilicemos! Dejemos de comprar esas cajas de cartón reciclado y volvamos a pedir la caja de suavizante en la droguería; dejaremos de consumir sin sentido y, además, conoceremos al mozo de almacén, que suele estar tremendo.

14 de octubre de 2007

La ciudad olvidada

Domingo, 05:00 pm. A esa hora de la tarde de un domingo potosino los bares están cerrados y las calles desiertas. “¿Qué se puede hacer en la ciudad un día como hoy?” le preguntamos al chico que nos atendió en el albergue donde nos alojamos. “Bueno…la gente suele ir al partido de fútbol”, nos contestó. Así que para allá nos fuimos. Potosí está a 4070 metros de altura. ¿Os podéis imaginar a 22 tipos corriendo detrás de un balón a esa altura? A mí me falta el aire sólo de pensarlo. Afortunadamente la cancha de juego es bastante más pequeña de lo habitual en España, no sabemos si por falta de recursos al construirla o porque se apiadaron del rival. Cuando llegamos al estadio no pudimos ni sentarnos. Efectivamente los potosinos dedican su tarde dominguera a ver fútbol. Hombres, mujeres, niños, abuelos y vendedores ambulantes de todo tipo. Más aún si se juega una eliminatoria como la de aquel día. Nos situamos detrás de un cordón policial, el único sitio disponible. Aunque los potosinos no son muy altos yo no lograba seguir el juego parapetada por el cuerpo policial, así que me dediqué a la observación sociológica, que a menudo es más interesante que el deporte. El Potosí perdió el partido y la eliminatoria y eso nos obligó a abandonar el campo antes de los 90 minutos, empujados por los hinchas enfurecidos que no deseaban seguir viendo como su equipo era derrotado.

Cuando los hinchas desaparecieron entre las callejuelas de la ciudad, Potosí volvió a verse apagada a pesar de las luces que iluminan el cerro rico cuando anochece. Descubrimos que uno de los cines de la ciudad proyectaba “Cocalero”, un documental que sigue a Evo Morales durante los meses de campaña electoral previos a su llegada al gobierno. La película te permite conocer un poco al hombre que está detrás del presidente de Bolivia y su historia personal antes de serlo, pero te deja un extraño sabor de boca. Muestra una imagen de un tipo humilde y con don de gentes, fiel a sus principios y con una gran poder de convocatoria, más que de convicción, que se gana tu simpatía rápidamente. En eso no hay nada raro. Lo raro viene en la persona que lo acompaña continuamente, el vicepresidente del partido, creo recordar, que parece ser algo así como el ideólogo del MAS, un hombre de piel blanca encantado con la imagen que proyecta Evo Morales y las masas que moviliza. En mi opinión, un sujeto sospechoso que inquieta nada más aparecer en la pantalla y que hace que te lleves la sensación de que Evo es un pelele sentado en las manos de este patán. De todas formas, ved el documental si os lo encontráis.

Los turistas no destinan demasiados días a visitar Potosí, a pesar de la historia que carga en la loma esa ciudad enclavada en las nubes. Van a la Casa de la Moneda, el museo más grande de Bolivia, y hacen una excursión adentrándose en las minas de la ciudad. Oriol y yo estábamos de acuerdo desde el principio en que entrar en una mina para ver las condiciones infrahumanas en las que trabajan, aún hoy, los mineros era algo que no queríamos hacer. Personalmente me despierta demasiado respeto sumergirme en un submundo donde sé que ha perecido tanta gente por un pedazo de oro o plata, donde tantas personas han trabajado como esclavos hasta agotar el último aliento para adornar los cuellos europeos. Bueno, y también un poco de miedo. ¡Vaya, que no fuimos! ¡Ni a la Casa de la Moneda tampoco! Pero eso no fue rebeldía progre, sino un pequeño error de planificación: los lunes el museo está cerrado. Así que callejeamos durante dos días por la ciudad más indígena que habíamos visto hasta el momento. Algunas de las iglesias contaban con fachadas esculpidas donde se podían apreciar imágenes y tópicos de la cultura indígena mezcladas con ángeles y pantocrátores. Además, la misa se celebraba en dos idiomas, quechua y castellano. Por fin aparecía ante nuestros ojos algo interesante visitando iglesias en Bolivia. Hasta entonces todo eran estatuas, relieves, imágenes, marcos de cuadros, púlpitos… bañados en pan de oro que hasta daño hacía a la vista. Más que arte aquello parecía la colección de objetos de una institución que sufre del mal de diógenes. Fundido y vendido se arreglaba el mundo en 4 días, te lo digo yo.

Al día siguiente decidimos visitar el primer museo de nuestro viaje. Sustituimos las ganas viejas por ver la Casa de la Moneda por unas nuevas proyectadas sobre el Convento de Santa Teresa, un convento de monjas de clausura que ha habilitado una parte de sus instalaciones como museo. Interesante el lugar, pues a través de las monjas se conoce la forma de vida de los siglos de apogeo de la ciudad, no sólo de estas mujeres dentro de su encierro, sino también las costumbres sociales del exterior.

Potosí es más increíble por lo que vio y dejó de ver de la noche a la mañana que por lo que es hoy en día. Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de oro en la época de auge de la ciudad de Potosí. Esa ciudad que llegó a estar entre las más grandes y más ricas del mundo en el siglo XVI, cuando Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así, y que fue convertida en el centro de la vida colonial americana.

Tomando la narración que hace Eduardo Galeano en su libro “Las venas abiertas de América Latina”, que recomiendo encarecidamente, me gustaría contar lo que dice la historia de esta ciudad que tanto ha visto. “La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: "No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de más allá". Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potojsi, que significa: "Truena, revienta, hace explosión".

"Los que vienen de más allá” no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugituva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.

Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta incripción: "Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes”.

El oro y la plata se la llevaron los españoles y la Iglesia. Hoy, acabados los metales preciosos, en Potosí se explota el estaño que se había arrinconado durante siglos. Por lo que cuentan, el cerro ha ido cambiando de color a medida que lo han ido agujereando y vaciando. De esta forma también ha bajado el nivel de la cumbre.

“Primero se fueron los ricos y después también se fueron los pobres”. Potosí tiene ahora 3 veces menos habitantes que hace 4 siglos. Los palacios y las iglesias coloniales se mantienen de pie no se sabe cómo, pero ahí siguen, dando fe del utilitarismo que sufrieron esas tierras y sus gentes por parte de Occidente.