1 de noviembre de 2007

Y golpean...

Nuestro viaje murió en Lima. Y digo morir porque suena más poético, porque en mi opinión los viajes no mueren, perviven más o menos vivos en la memoria, en el discurso, en la mirada del viajero.


Y golpean...


30 de octubre de 2007

Déjame que te cuente, limeño

Y en Lima no se puede decir que no aprovechásemos el tiempo. Sobretodo nos dedicamos a conocer la ciudad en su versión nocturna (logramos compensar la falta de excesos del resto del mes en sólo dos noches en la ciudad). Nos encontramos con locales y gente que podrían encajar perfectamente en Barcelona o en Londres. Una realidad a años luz de aquella que acabábamos de dejar atrás, pero igualmente agradable, aunque más familiar. ¡Sobretodo eso, familiar! De repente nos encontramos formando parte de la que ya era una numerosísima familia, la de Kike. Costó un poco memorizar los nombres de todos ellos, pero después de compartir un partido de futbol animando a la selección peruana ante el televisor, habíamos pasado a tener sangre rojiblanca como su bandera. Tal vez por eso nos trataron como reyes. ¡Qué más daba entonces que no nos acordásemos de sus nombres!


En Lima vi el Océano Pacífico por primera vez en mi vida y hasta conseguimos ver el sol. Toda una hazaña (aunque casual), porque el cielo limeño se pasa todo el invierno encapotado. Comimos todos los platos típicos que nos pasaron por delante: el ceviche, el ají de gallina, la leche de tigre, las papas a la huancaína... ¡Recórcholis! ¡Qué bien se come en Perú! Nos fuimos, sí, pero con el mejor sabor de boca.

29 de octubre de 2007

Con prisa y sin pausa

Decidir qué compañía de autocar escogíamos para viajar hasta Lima fue todo un asunto. Nos habían contado historias de todos los colores acerca de ese trayecto. Autobuses despeñados por la montaña, autobuses atracados por ladrones en medio de los Andes, autobuses accidentados a media hora de la llegada a su destino…Hay que decir que la mayoría de los cuentitos eran del primer tipo y que en general había 2 o 3 compañías que siempre pringaban y 1 o 2 que solían salvarse. A pesar de las estadísticas, la mayoría de la gente continuaba prefiriendo a esas 2 o 3 que más accidentes tenían. “¿Y por qué?”, se preguntarán ustedes. Pues porque los autobuses (los que llegan) llegan antes. Eso de despacio pero seguro no va con los peruanos. Y bueno… nosotros no somos ningún ejemplo de racionalidad. El autobús que más nos convenía por horario pertenecía a una de las empresas “desafortunadas”, y después de pensarlo un rato, y desoyendo los consejos que nos habían dado, compramos los boletos para el que nos interesaba. ¡Y salió bien! Bueno, fue una tortura de viaje y si no llega a ser por nosotros ni llegamos, pero... Me explico: para una vez que encontramos un autobús con televisor que funciona en todo el viaje, lo utilizan para torturar a sus pasajeros con videos musicales de grupos horterísimos y películas de Arnold Schwarzenegger, todo a un volumen insoportable. Y encima, cuando llevábamos hora y media de viaje, el autobús se para en medio de la nada y nos cuentan que falta agua en el vehículo. Por suerte nosotros habíamos comprado una botella de dos litros antes de salir, que se mantenía aún intacta debajo del asiento, y pudimos hacer nuestra gran pequeña contribución al viaje. En el momento no lo pensé, pero podríamos haber canjeado la botella de agua por unos cuantos decibelios menos en el televisor.


Al final llegamos con dos horas de retraso sobre el horario previsto. Y es normal, porque el autobús no paraba de detenerse para recoger a gente en la carretera. Pasajeros sin billete, que apañaban un precio con el conductor y viajaban de pie las horas que fuese. Nosotros ya estábamos acostumbrados porque en Bolivia esa es práctica habitual. ¿Y es que cómo vas a dejar a alguien tirao en la cuneta en medio de los Andes? No se puede.


Y al final del trayecto, la recompensa: reecontrarnos con Kike después de año y medio. Él era el principal motivo de cruzar a Perú, así que no podíamos perder ni un momento, ahora que por fin estábamos juntos.

28 de octubre de 2007

Visita de médico en Ayacucho

Oriol yo nos sumamos a la corta lista de extranjeros que pasan por Ayacucho. Los que vimos eran en general cooperantes o voluntarios. Ayacucho fue la cuna de Sendero Luminoso a inicios de los 70 y por ello una de las zonas más devastadas y que más sufrió con el terrorismo y la “contraofensiva” del ejército. Al calmarse la violencia en la zona, muchas organizaciones no gubernamentales llegaron con grandes proyectos de ayuda y reconstrucción. Según nos dijeron nuestros amigos allí, la intervención de estas ONG fue muy asistencialista; se consiguió mejorar la situación del momento pero no los problemas de base de la población. Además, cuando el conflicto del terrorismo dejó de estar en el candelero, las organizaciones abandonaron la zona de un día para otro. Hoy, Ayacucho es una de las zonas más pobres de Perú y por eso sigue llamando la atención de los voluntarios occidentales.


Allí nos estaba esperando Lorena para mostrarnos los dos proyectos sociales en los que colaboran los voluntarios que envía Oriol a la ciudad. Cuando entramos en las instalaciones del segundo proyecto, una casa de acogida para niños y adolescentes de la calle, los chicos estaban haciendo una clase de danza en el patio. Al acabar, muchos se acercaron a conocernos y a charlar un rato. Hubo un chiquito que se amarró a las piernas de Oriol muy fuerte y le pellizcaba cuando Oriol hablaba con otra persona que no fuera él, como exigiendo atención y cariño. Nos dijeron que sólo hablaba quechua, sin embargo no dejaba de repetirle a Oriol al oído: “cómprame, cómprame”. No me puedo imaginar por lo que habrá pasado ese niño de 9 años, que aparentaba 6. Según nos explicó Lori, la gran parte de esos niños tenía familia, pero sus padres no podían ocuparse de ellos; en la mayoría de los casos, cumplían condena en la cárcel por tráfico de drogas. En Perú, como en todas partes, se combate el tráfico de drogas penalizando a los burriers (personas que ingieren pocos gramos de cocaína para transportarlos a países de Occidente, Brasil o Argentina) en vez de a los empresarios de la droga. Para que tengáis una idea, un kilo de cocaína en Perú cuesta entre 500 y 600 dólares. En España, ese kilo vale unos 60.000 € en el mercado. El que transporta está muerto de hambre y se juega el cuello por 200 dólares, el que recoge los beneficios de la venta está muerto de risa viendo en la tele la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cocaína donde no había nadie cuando llegó la policía.


Ayacucho tiene un marcado estilo colonial, al estilo de Cuzco, pero con un cierto aire de decadencia. La llaman la ciudad de las 32 iglesias y, sin embargo, aunque parezca que hay mucho que ver, a media tarde nosotros ya no sabíamos hacia donde dirigirnos. Lori nos ayudó mucho sacándonos a cenar y de copas por la ciudad. Yo probé por primera vez el pisco sour, la bebida peruana por antonomasia, aunque no me mojo a opinar sobre su origen natural, pues existe una enorme polémica al respecto entre Chile y Perú. De hecho, después de unos días entre peruanos, una acaba odiando a los chilenos sin querer de tantas injurias que ha oído sobre ellos, por ese y por otros temas.


Decidimos no quedarnos más tiempo en Ayacucho para llegar a Lima cuanto antes, encontrarnos por fin con nuestro amigo Kike y pasar todo el fin de semana en la capital. Nuestras amigas propusieron una quedada matutina para desayunar juntos y fuimos al mercado central. Nuestro disimulado desayuno consistió en café o chocolate con leche acompañado de un bocadillo de huevo frito. ¡Toma yá! A nuestras espaldas, una mujer se zampaba un picante de pollo a las 8.30 de la mañana. Antes de despedirnos, Lorena desapareció para ir al baño y a su regreso había comprado varios regalos para nosotros. Regalos de boda, dijo. ¿Ahora que tenemos regalos de boda tendremos que casarnos?