25 de octubre de 2007

Las carreteras del inferno llevan a Ayacucho

Quiero discrepar desde aquí de esa creencia que existe de que cuando uno ve cerca su muerte miles de imágenes de momentos importantes de su vida aparecen en su mente en un nanosegundo. Es falso. Oriol y yo estuvimos a punto de morir en los Andes detrás de un curva y no nos pasó nada de eso. La situación fue la siguiente: nuestro autocar iba por una carretera de infarto a “buena velocidad”. De repente sentimos un frenazo de esos que te arrancan de tu sueño de autobús y nos vimos a metro y medio de un camión que mostraba esta simpática inscripción: “Peligro. Contiene sustancias inflamables”. Que me encierren si no es para pensar en la muerte.


Pero seguramente ese ha sido el viaje en autobús más apasionante de mi vida. Podríamos haber muerto en cualquier curva, pero aunque parezca mentira una se olvida de eso ante la belleza de lo desconocido.


22 horas son muchas horas. No había vuelto a pasar tanto tiempo encerrada en un autocar desde ese Barcelona-Gales que hice a los 18 años. Esta vez la situación era algo diferente: las carreteras no estaban asfaltadas, serpenteaban por montañas con 800 metros de desnivel, a tan sólo 1 metro de distancia entre las ruedas del autocar y el margen de la pista, con lluvia y niebla en varios tramos y en un autobús con goteras. Yo dejé de cogerle la mano a Oriol para evitar clavarle las uñas cada vez que el autocar pasaba una curva pronunciada a una velocidad no demasiado prudente. Pero en algún momento el miedo dejó paso a la estupefacción y empezamos a alucinar mientras atravesábamos los Andes. No tenía sentido seguir preocupándonos por el velocímetro del vehículo que nos llevaba: si moríamos en ese viaje habría valido la pena. Más tarde pensé que todo debería verse bajo ese punto de vista. ¿Valdría la pena hacer lo que estoy haciendo si muriese en este preciso momento? Si nos preguntásemos eso en situaciones habituales seguramente dejaríamos de hacer muchas tonterías y haríamos otras muchas, tal vez aquellas que más nos llenasen.


En el camino, pasamos al lado de varias comunidades que vestían ropas increíblemente luminosas y coloridas. Se les veía sin problema entre la hierba verdísima llevando el rebaño o recogiendo papas siempre en grupo. El terreno montañoso estaba dividido en parcelas y una fina película de nieve hacía aún más visible las líneas que las separaban las unas de las otras. Parecía que el cielo, inspirado aquella tarde, hubiese tomado la tierra como lienzo para dibujar a su antojo.


Llegamos a Andahuaylas por la tarde mientras llovía. No es que hubiésemos puesto grandes expectativas en esa ciudad (previamente habíamos parado en Abancay y visto que no tenía ningún tipo de atractivo), pero el nombre de la ciudad nos recordaba a aquel grupo de música con el que tocaba Bob Marley (Bob Marley and The Wailers) y, aunque no pegase ni con cola, esperábamos inconscientemente encontrarnos algo especial en esa ciudad. Pero claro, nada que ver. La relación mental que habíamos hecho era muy propia y en ese lugar en medio de los Andes la gente vivía totalmente ajena a nuestros referentes culturales.


Esperamos una hora a que zarpase nuestro siguiente bus hacia Ayacucho y nos fuimos. Nada más salir sobre un autocar hiper moderno, una azafata terrestre nos sirvió un tentempié riquísimo. Yo no sé si lo era realmente, pero me pareció tan surrealista que nos diesen algo de comer, después de los autocares destartalados que veníamos cogiendo últimamante, donde a veces ni siquiera funcionaba el respaldo reclinable (ése siempre le tocaba a Oriol), que me supo a gloria. Como pasa con todo este tipo de comida prefabricada, después se me repitió el bocado 80 veces, pero en el momento ¡no veas que subidón!

Al otro lado

Lo primero que vimos de Perú fue Puno, la principal ciudad peruana a orillas del Titicaca. Continuábamos estando al lado del lago pero muchas cosas habían cambiado. El primer bar al que fuimos tenía papel higiénico en el lavabo y la limonada ya no la servían con doble ración de azúcar, sino en su punto (de acuerdo a mi gusto, claro); era fácil encontrar un cajero automático y cartas de menús escritas en inglés. La comparación entre Puno y Copacabana, el pueblo de donde veníamos, tal vez represente el estado de la industria del turismo en Perú y Bolivia. En ésta, casi inexistente, en aquel, super consolidada.

La espera hasta agarrar el autocar que debía dejarnos en Cuzco a la mañana siguiente la compartimos con una pareja de alemanes muy simpáticos, que además hablaba muy bien español. ¡Gracias a dios! Porque yo a esas alturas no estaba como para relacionarme con nadie en otro idioma que no fuera mi lengua materna, pues empezaba a encontrarme realmente mal. Ahí empecé a tener claro que mi malestar no estaba causado por el sirojche, o mal de altura, sino por algún virus americano.


Después de toda una noche de autocar llegamos a Cuzco con la salida del sol, la hora en la que me encanta llegar a las ciudades por primera vez. En ese momento, sin embargo, me importaba tanto como visitar Benidorm. Yo ya estaba que desfallecía, pero el repecho hasta el albergue recomendado, acabó con mi último aliento. Horas más tarde, en el hospital, la doctora me diagnosticó una infección bronqueo-traqueal y 39 y medio de fiebre. Con esa papeleta me convencí de que mi dolor de garganta no era una tontería y tomé aire por última vez para hivernar durante dos días. Supongo que las múltiples drogas que me recetó la doctora ayudaron en el sueño. Yo que tanto me niego a tomar medicación, al margen de mi adorado Anginovag, me comí todo lo que me dieron ¡y porque no me dieron más! Oriol se convirtió en mi enfermero personal a partir de entonces. Un enfermero excepcional: se iba todos los días al mercado central a comprar jugos de fruta recién hechos, caldo de gallina y pechugas de pollo a la plancha.


Cuando yo apenas empezaba a salir a pasear por las calles de la ciudad Johannes y Silke, nuestros amigos alemanes, se despidieron de nosotros para dirigirse a MaccuPichu por una vía alternativa. Antes de irse nos dimos los e-mails para que nos enviasen las fotos de la maravilla del mundo, pues entonces ya intuíamos que nosotros sólo íbamos a verla en instantánea.


Cuzco me parece una ciudad preciosa, totalmente colonial y muy bien conservada. Llama la idea de montarse una pensión y mudarse a vivir a Cuzco, como hizo el propietario del albergue donde nos hospedamos. Pero o lo hacemos pronto o no cabemos, porque la ciudad está llena de hostales por todos lados y plenamente dedicada al turista que está de paso a MaccuPichu. Si sólo caminas por las señoriales calles del centro pareciera que los habitantes de Cuzco son franceses, israelíes y alemanes, pero en los alrededores del mercado central se agolpan los autóctonos que no tuvieron la plata pa’ marcarse un hotelito. Oriol me llevó al mercado para presentarme a las señoras que ya conocía a través de sus caldos y sus jugos y a comer comidita buena por cuatro chavos, que los precios turísticos del centro nos parecían impagables después de pasar por Bolivia.


En Cuzco descubrimos el cuy, como se llama aquí al conejillo de indias. En Perú, y por lo que sé, también en Ecuador, se comen estos animalillos. No son malos, pero son curiosos de comer, la verdad. Sobretodo cuando te sirven esas pezuñitas retorcidas en el plato o ves decenas de ellos muertos sobre el regazo de una señora que los vende en el mercado. A nosotros nos impactó tanto esa imagen que Oriol acabó creándose un alter ego inspirado en ellos: Cury (de Uri y cuy).


Uno no puede irse de Cuzco sin visitar el Qorikancha. Se trata unas ruinas incas que corresponden al que fue el templo religioso más fastuoso del Imperio Inca. Se dice que en la época de los incas (es curioso pero inca en quechua significa rey, lo que quiere decir que en realidad no todos los incas eran incas, sólo los reyes), el Qorikancha estaba cubierto de oro. De hecho Qorinkancha significa “patio dorado”. De ese alucinante templo hoy sólo queda la cantería, entemezclada con la iglesia colonial y el convento de Santo Domingo, que construyeron encima. ¡Ni oro ni ná! Sólo un guía puede proyectar en tu imaginación por un momento la magnificencia de un lugar como ese. Nosotros cometimos el error de entrar sin guía. A los 2 minutos nos vimos en esa situación siempre tan embarazosa que es acercarse como quien no quiere la cosa a un grupo de turistas para oír la explicación de su guía. De algo nos enteramos.


Después de dos días paseando por Cuzco llegó el momento de partir. Yo ya estoba mucho mejor aunque no totalmente recuperada, por eso abandonamos defintivamente la idea de hacer el trekking hasta MaccuPichu y seguimos adelante. Oriol sentía la obligación moral de pasar por Ayacucho, donde existen dos proyectos a los que él envía voluntarios cada año, y conocer la organización y las personas de contacto. Así que decididimos ir hacia allá. Para llegar, teníamos por delante un viaje de 22 horas de autobús, con una escala de por medio. Así que sí o sí teníamos que viajar de día y ver lo que no habíamos querido ver hasta entonces, las carreteras del infierno.